Si revisáramos cualquier texto sobre trastornos mentales escrito hace más de una década, nos encontraríamos con un cierto número de entidades clínicas cuya denominación actualmente está en desuso, ya sea porque ha cambiado la forma de referirse a ella o porque ha caído en el olvido al no ser tomada en consideración en los textos actuales. Dado su carácter perecedero, dichos trastornos se pueden calificar como efímeros. Si retrocediéramos dos, tres, cuatro o cinco décadas, este fenómeno se vería incrementado en proporción al tiempo transcurrido.

Un ejemplo muy claro, que levantó fuertes polémicas, dadas las implicaciones sociales y la repercusión en la vida cotidiana de una gran parte de la población mundial, es la homosexualidad, definida como trastorno hasta 1973, año en que se retiró del Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales, tercera edición (DSM-III). El número de ejemplos similares que se podrían citar es inmenso.

Si bien el carácter efímero de un considerable número de enfermedades y trastornos ocurre en cualquier campo de la medicina, es mucho más acentuado en el campo de la psicopatología. Sin embargo, a pesar de su condición efímera, por la causa que sea, coexisten, no sólo en la práctica clínica, sino también en la literatura médica actual, diversas denominaciones para un mismo trastorno. En otros casos, por motivos diversos, pero sobre todo por rutinas consolidadas, trastornos desfasados respecto a los conocimientos actuales se resisten a desaparecer.

El presente artículo pretende analizar el fenómeno, o los fenómenos, por los cuales un considerable número de trastornos mentales se convierten en efímeros. También se mencionan las consecuencias que ello genera en la praxis de la psicopatología.

Concepto de trastorno

En el campo de la psicopatología y del neurodesarrollo, el término trastorno se utiliza de forma indiscriminada para referirse a problemas mentales que generan un malestar en las personas o en su entorno. El uso común del término trastorno, profundamente consolidado en el lenguaje médico/psicológico, ha generado la percepción de que el propio vocablo lleva implícita una interpretación nosológica sobre el problema mental al cual hace referencia.

Se tiende a interpretar el término ‘trastorno’ como una condición anormal, no acorde con los parámetros de salud determinados por la ciencia médica, consolidada socialmente como ‘alteración’. Por tanto en el terreno de la psicopatología, se entiende por trastorno una perturbación del estado mental del la persona, ya sea vinculada a un agente biológico externo o a la influencia de factores sociales o interpersonales.

La reflexión acerca del significado de trastorno genera de inmediato dudas interpretativas difíciles de solventar. El manejo habitual y cotidiano de un arsenal de diagnósticos ha tenido como consecuencia que se sobreentienda que los trastornos son entidades que están presentes como realidades de la naturaleza. Se tiende a aplicar el modelo de la medicina convencional a los trastornos mentales, donde una entidad específica como, por ejemplo, la diabetes se correlaciona con una alteración fenomenológica concreta y específica. Sin embargo, en una gran cantidad de trastornos mentales, la pretendida ubicación como entidad propia, presente en la naturaleza, no está demostrada.

Con respecto a estas ideas, candentes en el proceso de elaboración del DSM 5, Carol Berstein, presidente de la American Psychiatric Association, afirmaba recientemente, refiriéndose al modelo diagnóstico del DSM: ‘El autentico éxito ha conducido, sin embargo, a una consecuencia no intencionada: los diagnósticos del DSM han sido tratados a lo largo de las cuatro últimas décadas como entidades reales del mundo, o sea, han sido reificadas’. El término ‘realificado’, traducción del verbo inglés  ‘to reify’, significa precisamente considerar algo abstracto como si fuera real.

Modelos nosológicos de los trastornos mentales

El abordaje conceptual, la nomenclatura y las clasificaciones de los trastornos están íntimamente vinculados al modelo interpretativo. Probablemente, la base sobre la cual se han construido y desarrollado la mayoría de trastornos encaja en alguno de los siguientes modelos.

Modelo médico-biológico tradicional Se basa en la concepción de la enfermedad como una alteración del organismo en alguno de sus mecanismos estructurales o funcionales y que tiene como resultado una limitación o malestar de quien padece la enfermedad. A la enfermedad se le atribuye una causa concreta, aunque no necesariamente haya sido identificada. Este modelo es aplicable a las enfermedades somáticas en las cuales se ha demostrado una causa específica. Este modelo incluye el concepto de síndrome, aplicable a una situación donde diversos síntomas agrupados pueden obedecer a etiologías distintas. Es un modelo muy sólido para aquellos casos donde se ha identificado una etiología, por ejemplo el síndrome X frágil.

Modelo psicógeno/dualista Este conjunto de modelos parte siempre de una teoría psicológica del funcionamiento de la mente: psicoanálisis, conductismo, teoría gestáltica, etc. La conceptualización, la denominación y la clasificación de los trastornos están vinculadas y determinadas por la teoría básica. Entienden que existen causas orgánicas y causas psicógenas que inciden en mayor o menor medida en las anormalidades del funcionamiento mental. La debilidad de estos modelos es la circularidad y la concepción dualista-cartesiana de la mente humana. Cualquier defecto del modelo puede ser explicado por la propia teoría, con lo cual todas las teorías ‘psicológicas’ vulneran el criterio de falsacionismo cuando tratan de explicar la nosología de los trastornos mentales. También resulta inaceptable, a la luz de los conocimientos neurocientíficos, la separación entre un ente material, el cerebro, y una supuesta realidad inmaterial, la mente. Sin embargo, se siguen utilizando nomenclaturas diagnósticas sustentadas en el respaldo teórico psicoanalítico, conductista, etc. Incluso existe un manual diagnóstico denominado Psychodynamic Diagnostic Manual donde, aun aproximándose a la nomenclatura del DSM, se plantea una nosología distinta

Modelo kraepeliniano de trastorno mental La enorme aportación de Emil Kraepelin (1856-1926) al campo de la psiquiatría, contemplada dentro del marco histórico, puede considerarse, en cierto modo, la antítesis del psicoanálisis. Su dedicación más intensa se orientó al estudio de la psicosis maniacodepresiva y la esquizofrenia (demencia precoz). Sin embargo, su monumental trabajo dejó como legado la descripción clínica de la totalidad de las enfermedades mentales reconocidas en su época, a las que clasificó en función de su gravedad. Para Kraepelin, los trastornos mentales eran enfermedades cerebrales, aunque, lógicamente, en su época era imposible determinar en la gran mayoría de los casos las bases biológicas específicas. Las enfermedades o trastornos, según el modelo kraepeliniano, se configuran de acuerdo con una sintomatología propia, donde, a diferencia del modelo del DSM, el trastorno o enfermedad ostenta unos síntomas nucleares que lo tipifican, del mismo modo que polidipsia, poliuria e hiperglucemia identificarían una diabetes.

Modelo de las clasificaciones internaciones Con el fin de hacer frente al caos terminológico, aparecieron en la primera mitad del siglo xx –inicialmente con una finalidad administrativa– manuales donde se clasificaban las enfermedades y se les fijaba una denominación ‘oficial’, un código y unos criterios diagnósticos. Los manuales, cuya aceptación y uso se ha consolidado, son la Clasificación Internacional de las Enfermedades, avalada por la Organización Mundial de la Salud, y el DSM, acreditado por la Academia Americana de Psiquiatría. La clasificación y nomenclatura de los diagnósticos, basados en el consenso de expertos, no podían quedar al margen de las corrientes teóricas preponderantes según la época y el lugar. Por este motivo, el DSM, en sus dos primeras versiones, impregnado de una fuerte influencia psicoanalítica, tiende a utilizar el genérico ‘reacción’ para referirse a lo que más tarde se denominaría trastorno (disorder).

No es hasta la aparición del DSM-III y, más tarde, del DSM-IV, cuando se aborda decididamente la definición de trastorno. Sin embargo, como no podía ser de otro modo, dicha definición viene determinada, al igual que la elección de los criterios diagnósticos, por el consenso del grupo de expertos.

La definición más actualizada de trastorno es la del DSM-III, DSM-III-R y DSM-IV, donde se especifica que un trastorno mental es una conducta clínicamente significativa o un síndrome psicológico o un patrón que ocurre en una persona y que se asocia a malestar o discapacidad, el cual refleja una disfunción psicológica o biológica (American Psychiatric Association, 1980).

Actualmente, durante el proceso de elaboración del DSM 5, están emergiendo fuertes críticas a la definición vigente de trastorno. En primer lugar, según las últimas versiones del DSM, trastorno viene definido como las manifestaciones de una disfunción, pero no como la disfunción por sí misma. Es decir, obvia la realidad que subyace a los síntomas.

Dado el carácter confuso de la condición de ‘síntoma clínicamente significativo’, el DSM-IV especificó que con ello quería decir asociado a malestar, riesgo de muerte o pérdida importante de libertad.

Lejos de aclarar conceptos, el DSM-IV introducía un factor de confusión difícil de resolver, puesto que los síntomas adquirían significado en función como eran percibidos, sometidos a las características subjetivas del propio individuo, pero, sobre todo, a factores ambientales y sociales, totalmente aleatorios. Con ello, una vez más, se obviaba la naturaleza intrínseca del trastorno.

Otras características del modelo, actualmente cuestionadas, son el carácter politético y categórico que confiere a los criterios diagnósticos. Politético significa que todos los criterios tienen el mismo peso de cara al diagnóstico. Lo que cuenta es el número de criterios que se cumplen, no el peso específico de cada uno de ellos. Por este motivo, el mismo trastorno se puede diagnosticar en dos personas que apenas comparten algún criterio. El atributo de categórico significa que un determinado individuo cumple o no cumple los criterios diagnósticos.

Por tanto, los diagnósticos son discretos, es decir, se padece el trastorno o no se padece. Por ejemplo, se tiene una depresión o no se tiene; del mismo modo que se contrae o no una gripe. Quedan, por tanto, al margen situaciones subclínicas o subumbral, que merecerían una atención tanto en la investigación, como en el abordaje terapéutico.

Modelos de trastornos efímeros

Un trastorno puede devenir efímero por los siguientes motivos: evolución del constructo, falta de evidencia empírica o modificación en la agrupación o subtipificación de determinada categoría.

Para cada uno de dichos modelos se analiza un ejemplo. La evolución del constructo es muy evidente en el caso del trastorno de déficit de atención/hiperactividad (TDAH), que es quizás el trastorno que más denominaciones ha recibido desde mediados del siglo xx. Como ejemplo de falta de evidencia empírica se cita el trastorno del aprendizaje no verbal (TANV), dada la difusión que ha adquirido en algunos medios, a pesar de su endeblez conceptual. El cambio en agrupación y subtificacion se puede ejemplarizar en el trastorno del espectro autista (TEA), que cuenta con todas las probabilidades de emerger en el DSM 5.

Evolución del constructo: el ejemplo del TDAH

La evolución del constructo es la causa más común de que un trastorno sea efímero. En realidad, lo que ocurre es que se ha modificado la denominación y algún aspecto de la definición. Es comprensible que ello ocurra cuando se aborda el problema basándose en distintas casuísticas o posicionamientos teóricos diversos. Al no existir un anclaje biológico, el margen especulativo resulta sumamente amplio. Los manuales diagnósticos han supuesto un freno a la volatilidad de las denominaciones; sin embargo, están lejos de resolver el problema, puesto que los mismos manuales, debido a su función de puesta al día, incorporan cambios en las etiquetas diagnósticas y en su definición. No sería lo mismo diagnosticar un autismo infantil según el DSM-III, que un trastorno autista según el DSM-IV.

Previamente a la aparición del TDAH en el ámbito de la medicina, ya habían existido importantes aportaciones, cuya evolución finalmente daría lugar a los planteamientos actuales. La tabla recoge las distintas denominaciones que han sido aplicadas a entidades similares al TDAH, las cuales, con mayor o menor fortuna, han figurado en las páginas de los libros y las revistas especializadas.

Los trastornos similares o equivalentes al TDAH que han alcanzado mayor difusión son la disfunción cerebral mínima (DCM) y el déficit en atención, en control motor y en percepción (DAMP). El término DCM, muy extendido durante las décadas de los setenta y los ochenta del siglo xx, aún se sigue utilizando de forma esporádica en algunas publicaciones de países del este de Europa. El término DAMP todavía merece una cierta atención en países del norte de Europa.

 Entidades similares al trastorno por déficit de atención/hiperactividad aparecidas previamente al DSM-IV. Inquietud mental (Crichton, 1798)Perturbaciones conductuales (Maudsley, 1867)

  • Inquietud psicomotora, inatención, indisciplina, desobediencia (Bourneville, 1897)
  • Corea mental (Denoor, 1901)
  • Defecto del control moral (Still, 1902)
  • Escolar inestable (Boncourt, 1905)
  • Enfermedad neuropática (Tredgold, 1908)
  • Manifestación de un desequilibrio motor congénito (Dupré, 1913)
  • Trastornos del comportamiento (Heuyer, 1914)
  • Secuelas de encefalitis letárgica (Hohman, 1922)
  • Conflictos de la personalidad en formación (De Sanctis, 1923)
  • Afectación subcortical (Wallon, 1925)
  • Constitución inestable (Gurewitsch, 1930)
  • Trastorno hipercinético (Kramer, 1930)
  • Síndrome de impulsividad orgánica (Kahn, 1934)
  • Lesiones en el lóbulo frontal (Blau, 1936)
  • Daño cerebral mínimo (Strauss, 1947)
  • Síndrome de Strauss (Strauss, 1947)
  • Déficit en el área talámica del sistema nervioso central (Laufer, 1957)
  • Disfunción cerebral mínima (Clements, 1966)
  • Discapacidad psiconeurológica del aprendizaje (Johnson, 1967)
  • Reacción hipercinética de la infancia (DSM-II, 1968)
  • Trastorno de déficit de atención con y sin hiperactividad
  • Trastorno hipercinético de la infancia (CIE-9, 1975)
  • Déficit en atención, en control motor y en percepción (Gillberg, 1983)
  • Trastorno de déficit de atención-hiperactividad

 

Disfunción cerebral mínima

La DCM es quizás la denominación, precursora del TDAH, que históricamente ha alcanzado mayor difusión. En una revisión del año 1968, se mencionaba que la DCM no es una entidad diagnóstica homogénea, sino un modo de describir una variedad de disfunciones ‘menores’ no relacionadas, algunas neurológicas, algunas conductuales y algunas cognitivas, las cuales generan dificultades en la vida social y familiar.

La definición y clarificación conceptual de la DCM se llevó a cabo a partir de un consenso gestionado y patrocinado per la National Society for Crippled Children and Adults y el National Institute of Neurological Diseases and Blindness. Ello dio lugar a la publicación en 1966 del documento que propuso la DCM como una entidad clínica específica y con unos criterios diagnósticos . Fue el fruto alcanzado por un grupo de trabajo, cuyo esfuerzo iba dirigido a precisar la terminología e identificación de la entidad. Tal era la confusión en el panorama médico del momento, que se pudieron identificar 38 denominaciones distintas que hacían referencia a todas o algunas de las manifestaciones de la DCM. En todos los casos se destacaba que para hacer el diagnóstico los síntomas no debían ser lo suficientemente graves que permitieran la inclusión en categorías ya consolidadas, como eran la parálisis cerebral, el retraso mental o los trastornos sensoriales.

Los pacientes con DCM fueron definidos como: ‘niños con una inteligencia dentro de los límites normales, con dificultades de aprendizaje o conducta, que pueden oscilar de leves a graves, y que se asocian a alteraciones en el funcionamiento del sistema nervioso central. Tales desviaciones se manifiestan por varias combinaciones de alteración en la percepción, conceptualización, lenguaje, memoria y control de la atención, impulsividad o funciones motoras. Estas alteraciones tienen su origen en: variaciones genéticas, alteraciones bioquímicas, sufrimiento perinatal, enfermedades o lesiones críticas para el desarrollo del sistema nervioso central persistentes durante años o causas desconocidas’. Esta característica, denominada ‘alteraciones en el funcionamiento del sistema nervioso central’, despertó agudas ampollas en no pocos medios del panorama psiquiátrico de la época. No obstante, hoy en día, no sólo no escandaliza, sino que casi toda la investigación del TDAH se orienta, o está, acorde con esta línea.

El diagnóstico de la DCM debía sustentarse en la historia clínica, basada en la información aportada por padres y profesores. La exploración psicológica

y el examen neurológico podían ser útiles para corroborar el diagnóstico, pero una normalidad de éstos no descartaba el diagnóstico. La historia clínica debía recoger información sobre la actividad motora, la estabilidad emocional, la tolerancia a la frustración, la relación con los iguales, la respuesta a las medidas disciplinarias, la coordinación motora y los problemas de aprendizaje. Las pruebas psicológicas debían consistir en tests de inteligencia y tests específicos de rendimiento escolar. Se hacía mención especial sobre los tests proyectivos (test de apercepción de temas y Rorshach), muy extendidos en la época, los cuales ya en la década de los sesenta no se consideraron útiles para el diagnóstico o el manejo de la DCM [9].

El diagnóstico diferencial cabía establecerlo con problemas reactivos y también con lo que en la época se denominaba ‘esquizofrenia límite’. Weber, quien publicó numerosos trabajos sobre la DCM, advertía de que una disrupción importante del entorno familiar no excluía el diagnóstico de DCM, puesto que resulta obvio que un niño puede tener DCM y malos padres. Incluso el componente genético de trastorno apoyaría esta constatación. También se mencionaba el poco valor que tiene la observación, o no, de síntomas en la consulta, donde la mayoría de las veces no se manifiesta la hiperactividad o los problemas básicos de la DCM [8].

El tratamiento recomendado era el asesoramiento familiar y el tratamiento farmacológico, principalmente con anfetaminas o metilfenidato, prácticamente en las mismas dosis que se usan en la actualidad para el TDAH. También se hacía mención de la poca eficacia de la psicoterapia individual, excepto si había problemas importantes de autoestima o acoso escolar [8]. Tampoco estas recomendaciones parecen muy distantes de las buenas prácticas recomendadas en las guías terapéuticas actuales para el TDAH.

Pero las fuertes, y a veces viscerales, polémicas que había despertado la DCM, dictadas por una parte de la psiquiatría y psicología preponderante, a quien le resultaba indigerible el término ‘cerebral’ aplicado a problemas de la conducta, llevó a que casi se desterrara del panorama médico. La DCM pasó a ser un trastorno efímero, a pesar de haberse avanzado en muchos aspectos actualmente plenamente aceptados.

Déficit en atención, en control motor y en percepción

Las siglas DAMP hacen referencia a un concepto que incluye déficit en atención, en control motor y en percepción. Este término, introducido en la década de los ochenta , ha alcanzado una cierta aceptación, especialmente en los países del norte de Europa. Los síntomas que se incluyen son prácticamente los mismos que se describían para la DCM, pero evitando la referencia a la etiología ‘cerebral’.

Contemplado desde otra perspectiva, el DAMP es la combinación de la sintomatología de dos trastornos incluidos en el DSM-IV-TR, el TDAH y el trastorno de déficit de coordinación, con la adición de los problemas de percepción.

La introducción del DAMP vino avalada por la evidencia de la frecuente asociación del TDAH con déficit en otras áreas. Esta situación, que en realidad ocurre en la mayor parte de los trastornos incluidos en el DSM, es lo que se denomina comorbilidad. Por tanto, lo que aporta el DAMP es incluir en una misma denominación el TDAH y parte de su comorbilidad. Por ello, al igual que ocurre con la DCM, no es un diagnóstico alternativo al TDAH, sino que es lo mismo pero visto desde otro enfoque, con una denominación distinta, pero con unos criterios diagnósticos similares.

Contemplado desde la perspectiva del presente, resulta ilógico mantener cualquiera de los diagnósticos que forman parte de la historia del TDAH, puesto que aportan confusión terminológica entre los clínicos y desorientan a los pacientes. Esencialmente, DAMP es un TDAH con cierta comorbilidad, pero la naturaleza y características de los síntomas es la misma.

Trastornos efímeros por falta de evidencia empírica: el TANV

A pesar de que el TANV no está incluido entre los trastornos del aprendizaje que figuran en el DSMIV-TR, goza de un cierto reconocimiento entre algunos profesionales. Las primeras descripciones del TANV fueron realizadas en 1971 por Johnson y Myklebust [11], a partir de la observación de una muestra de niños cuyas principales características eran: incapacidad para comprender el significado del contexto social, poca habilidad para el aprendizaje académico y dificultad para la comunicación no verbal. Estas dificultades se ponían en evidencia al tener que afrontar la interpretación de gesticulaciones, expresiones faciales, caricias u otros elementos comunicativos no verbales habituales.

En 1994, Rourke, juntamente con otros autores, propuso unos criterios diagnósticos cuyo objetivo era aportar una fiabilidad en el diagnóstico, es decir, que distintos clínicos pudieran seleccionar pacientes con el mismo problema. En una reciente y exhaustiva revisión, donde se revisa la práctica totalidad de publicaciones sobre TANV, se concluye que no existe ningún trabajo que incluya estudios de fiabilidad con concordancia entre distintos evaluadores.

La búsqueda en PubMed de publicaciones bajo la denominación de ‘non verbal learning disorder’ aporta 13 artículos, de los cuales, sorprendentemente, 12 corresponden a autores españoles; y, además, todos ellos en una misma revista. Si la búsqueda se lleva a cabo mediante la frase ‘nonverbal learning disorder’,se obtienen 15 artículos, ninguno de los cuales corresponde a autores españoles. Usando los términos ‘non verbal learning disability’ y ‘nonverbal learning disability’, aparecen 8 y 48 trabajos, respectivamente, ninguno de los cuales corresponde a autores españoles. El sesgo tan marcado sobre la nacionalidad de los autores sólo es atribuible a una traducción peculiar del inglés. Por un lado, disability (discapacidad) se traduce al español por trastorno (disorder); por otro, nonverbal se traduce por ‘no verbal’. A partir de aquí, al hacer la traducción recíproca al inglés, en lugar de conservar el término original se traduce por ‘non verbal learning disorder’.

El TANV, a pesar de su aparente coherencia como entidad diagnóstica, suscita fuertes argumentos que aportan gran incertidumbre, no sólo sobre su validez conceptual, sino sobre la utilidad de tomarla en consideración como opción diagnóstica. Los aspectos más cuestionables con respecto a la validez del TANV como trastorno se pueden resumir en:

  • Al no existir unos criterios diagnósticos consensuados y aceptados por un gran número de profesionales, los estudios basados en casuísticas, además de ser escasos, resultan poco homogéneos, precisamente por no existir unos criterios, consensuados y compartidos, que permitan acreditar que en cada estudio hayan utilizado muestras similares.
  • El TANV se atribuye a una disfunción del hemisferio derecho o a una alteración en la sustancia blanca. Sin embargo, estos patrones sólo han podido ser evidenciados en casos vinculados a lesiones cerebrales de etiología diversa [13]. Pero,  ante estos casos, es preciso tener muy claro que no es lo mismo una lesión adquirida que un trastorno del neurodesarrollo, donde se atribuye una base genética.
  • En muchos pacientes con trastorno específico del lenguaje, TDAH, TEA, trastorno del desarrollo de la coordinación y dislexia existen, y en ocasiones de forma muy manifiesta, problemas visuoespaciales. Pero todavía resulta más incongruente que en un 40% de pacientes con perfil de TANV se haya detectado precisamente un trastorno verbal [18]. Con ello queda muy desdibujada una entidad que pretende incluir el problema visuoespacial como su manifestación más genuina.
  • Prácticamente todos los pacientes con el supuesto TANV pueden ubicarse dentro de uno de los trastornos del neurodesarrollo aceptados en el DSM, donde se cumplen perfectamente los criterios (trastorno de Asperger, TDAH, trastorno del desarrollo de la coordinación, discalculia…).

A pesar de lo expuesto, se podría sustentar una cierta validez para el TANV como un patrón lesional con la correspondiente expresividad neuropsicológica. Posiblemente por este motivo, la mayoría de autores prefieren utilizar la denominación de discapacidad del aprendizaje no verbal (nonverbal learning disability), obviando las connotaciones de trastorno (disorder).

Agrupación y subtipificación: el TEA

Un trastorno también puede ser efímero por el hecho de haber quedado incorporado a una categoría diagnóstica que incluye trastornos de características similares que no difieren en aspectos esenciales. Actualmente, la comorbilidad entre los trastornos mentales del DSM-IV es tan elevada que ha dado lugar a que para algunos trastornos sea más común la comorbilidad que la presencia del trastorno aislado. Aplicado al TDAH, resulta que la forma más atípica de TDAH es precisamente el TDHA no asociado a ningún otro trastorno. Kadesjo y Gillberg encontraron comorbilidad en el 87% de una muestra de niños con diagnóstico de TDAH. Además, al 67% se les podía diagnosticar por lo menos dos trastornos adicionales al TDAH [21]. En otro interesante estudio, Basco et al registraron los diagnósticos que clínicos experimentados habían anotado en la historia clínica de una amplia muestra de pacientes psiquiátricos. Al comparar tales diagnósticos con los que se obtenían al valorar nuevamente el paciente, pero aplicando cuestionarios estandarizados que permitían objetivar todos los diagnósticos posibles, observaron que los clínicos sólo habían diagnosticado una quinta parte de todos los diagnósticos posibles. Por ello, la elevada comorbilidad inherente al modelo vigente cuestiona el propio modelo.

Puesto que la mayor parte de la comorbilidad puede considerarse artefactual, el DSM ha intentado paliar el problema de dos modos. Por una parte, introduciendo criterios excluyentes, por ejemplo, la condición de que para diagnosticar TDAH no se deben cumplir criterios diagnósticos para trastorno generalizado del desarrollo (TGD). Por otro lado, englobando diversos trastornos en la misma categoría, con el fin de limitar el número de diagnósticos posibles y, en consecuencia, disminuir las opciones de comorbilidad. La primera estrategia no parece mejorar el panorama, pues conduce a encorsetar ciertos diagnósticos de forma artificial. Actualmente, a pesar del criterio exclusionista entre TGD y TDAH, la mayoría de clínicos acepta ambos diagnósticos en un mismo paciente y, en consecuencia, utilizan en autistas fármacos específicos para el TDAH. La segunda alternativa, el agrupamiento de trastornos, parece que va a introducirse en algunos trastornos.

El caso más ilustrativo viene determinado por la incorporación del TEA, englobando en uno solo los trastornos que actualmente se incluyen dentro de los TGD.  Esta alternativa, que se prevé será introducida en la próxima versión del DSM, está avalada por la evolución de la interpretación del autismo en las últimas décadas.

En el año 1979, Wing y Gould sugirieron una nueva percepción del autismo [24]. La diferencia con el modelo convencional era sutil en apariencia, pero radical en el fondo. El cambio conceptual se basó en el estudio llevado a cabo por estas autoras en un área de Londres mediante el cual identificaron pacientes que encajaban en el patrón típico descrito por Kanner, pero igualmente detectaban pacientes que, sin ajustarse al perfil kanneriano, mostraban en mayor o menor grado la tríada de problemas en la interacción social, comunicación e imaginación, asociada a un patrón de conductas rígidas y repetitivas, cualitativamente similares a las de los autistas ‘típicos’, pero cuantitativamente distintas. El retraso mental aparecía como una dimensión distinta. La tríada puede ser identificada independientemente del nivel de inteligencia y puede estar asociada o no a otros problemas médicos o psicológicos . Estos datos ponían en evidencia que no se podían establecer unos límites categóricos entre los distintos pacientes detectados; que, en realidad, las manifestaciones del autismo se distribuían como un continuo; y que los límites entre las distintas categorías propuestas en el DSM distan mucho de ser precisas.

Con el tiempo, esta percepción se ha ido consolidando, y actualmente es aceptada por la mayoría de expertos en el campo. Por otro lado, encaja muy bien con los nuevos modelos genéticos que contemplan interacciones poligénicas de baja y alta magnitud de efecto, determinadas por polimorfismos de un solo nucleótido y variaciones en el número de copias; y además moduladas por factores epigenéticos.

A pesar de las críticas que está suscitando este planteamiento, que comporta la desaparición del trastorno autista, del trastorno de Asperger, del trastorno desintegrativo infantil y del TGD no especificado, cuenta con altas posibilidades de prosperar. Ello dará lugar a que, por lo menos en el campo de la práctica clínica basada en el DSM y en la investigación, los tipos de TGD se conviertan en trastornos efímeros.

Perspectivas de futuro inmediato: DSM 5

El carácter efímero de los trastornos mentales posiblemente se dilatará durante algunas décadas, pues todavía no se intuye, en un futuro inmediato, el conocimiento en profundidad de las bases genéticas y epigenéticas que permitan consolidar agrupaciones sintomáticas basadas en constructos acordes con especificidades de mayor rango y consistencia que las actuales.

Quizás el paso previo más importante para sentar las bases para la estabilidad temporal en los diagnósticos y en su conceptualización consista en adoptar una definición más precisa sobre qué se entiende por trastorno. La American Psychiatric Association ha lanzado, al respecto, las siguientes propuestas:

  • Establecer una discriminación entre lo que se considera un síntoma y lo que se considera una discapacidad. Un síntoma es un declive o un problema en una función mental, mientras que una discapacidad es la dificultad en la ejecución de una actividad basada en una función mental. Algunos ejemplos de síntomas son: inteligencia, estado de consciencia, memoria, atención, etc. Las discapacidades se evidencian en relación con tareas del tipo: cuidado personal, realización de los trabajos escolares, relaciones interpersonales.
  • Un trastorno se basa en un declive o un problema en alguna o algunas funciones mentales. Por tanto, los criterios diagnósticos de un trastorno deben ser, en la medida de lo posible, síntomas.
  • Los síntomas y, en consecuencia, el trastorno, no deben ser explicables por un acontecimiento externo, sea una pérdida, divorcio, fracaso, conflicto o cualquier acontecimiento desfavorable.
  • Tampoco debe el trastorno ser la consecuencia de un conflicto con los valores sociales imperantes o aceptados en determinado contexto.
  • La validez diagnóstica del síntoma debe estar determinada por aspectos que puedan valorarse: significado pronóstico, alteración psicobiológica, respuesta al tratamiento.
  • Los síntomas deben ser útiles para conceptualizar un diagnóstico y orientar el tratamiento.
  • A pesar de ello, ninguna definición de diagnóstico puede cubrir todas las situaciones posibles, ni fijar unos supuestos limites con la normalidad.

 

Conclusiones

A pesar del largo camino que queda por recorrer, es importante no perder de vista el terreno en el que nos estamos moviendo en el presente. Las conclusiones prácticas que se pueden extraer de las reflexiones sobre los trastornos efímeros son:

  • Se deben excluir de la práctica clínica aquellos diagnósticos que, al no gozar de una aceptación generalizada, no pueden ser compartidos por el colectivo de médicos y psicólogos.
  • Se deben obviar términos diagnósticos que se han eliminado de los manuales diagnósticos. Téngase en cuenta que los trastornos que no gozan de un sólido respaldo conceptual, epidemiológico y estadístico, difícilmente van a recibir fondos para investigar sobre ellos; entre otros motivos porque sería malbaratar recursos y sembrar confusionismo.
  • Se deben obviar diagnósticos obsoletos por su coherencia teórica y experimental. Se ha citado el ejemplo del TANV, pero se podrían añadir muchísimos más.
  • Se debe tomar en consideración que los diagnósticos de trastornos mentales no pueden contemplarse como categorías discretas, sino que son de naturaleza dimensional, y donde se tiene en cuenta el impacto que causa el trastorno en quien lo padece.
  • Es preciso estar permanentemente informado de los avances y cambios que se derivan de la investigación genética y neurobiológica, pues nos hallamos ante un panorama muy versátil.

Modificado de: “Trastornos efímeros”. Josep Artigas-Pallarés Rev Neurol 2012; 54 (Supl 1): S11-S20

Foto: Andrew Newill Flickr via Compfight cc