La visualización de perfiles personales con mayores niveles adaptativos fue uno de los primeros faros que permitió comenzar a dejar de “temerle” al diagnóstico de autismo: se podía llegar muy alto, era cuestión, supuestamente, de encontrar un tratamiento que se diseñara a medida, fuera muy intenso y comenzara muy temprano.
Tras las descripciones de Grunya Sukhareva (1926) primero y Hans Asperger y Leo Kanner (1934-1944) después; siguió una época muy larga de repetición de los conceptos originales sin que los tratamientos tuvieran algún tipo de definición o especificidad, salvo en lo que se refiere a la pedagogía terapéutica que proponía Asperger y que en nuestro medio estaba poco difundida.
Llamativamente, a fines de los 70s y principios de los 80, se proponen nuevos modos de ver antiguos trastornos de atención, tales como Disfunción Cerebral Mínima y Tempo Cognitivo Lento, estos dos desarrollados por Barkley entre otros (Barkley, 2014) y se describen otros como el Sobre- enfoque Marcel Kinsbourne (Kinsbourne, 2006), el Trastorno de evitación de la demanda, PDA en sus siglas en ingles (Newson, Le Maréchal, & David, 2003; O’Nions, et al., 2016, Gillberg, Gillberg, Thompson, Biskupsto, & Billstedt, 2015) y el autismo como un Trastorno del Desarrollo (Rutter, 1978).
La psicopatología infantil cada vez apunta más a la exploración de las distintas rutas posibles del desarrollo infantil, su relación con algunos desajustes: la investigación en busca de evidencias va sustituyendo a la especulación teórica.
Los rasgos de autismo empiezan a ser retraducidos en términos de desarrollo. El inicio lo marca el primer consenso en el nombre: Trastorno Generalizado del Desarrollo (TGD), que aparece en el DSM III (American Psyquiatric Association, 1980), siguiendo la propuesta de Michael Rutter. Los profesionales encontramos un nuevo espacio clínico para el autismo que leemos como: “desvío o diversidades del desarrollo evolutivo” con desajustes sociales, de la comunicación y del desempeño. Todos ellos desacoplados del nivel de desarrollo como señala Rutter (1978).
En los 80s; apareció el concepto de Espectro (Wing 1998, 2004) con la inclusión del concepto Asperger en el subtipo socialmente inadecuado. Luego vendría la explicación acerca del comportamiento social como un desarrollo deficitario o desviado de la capacidad para empatizar: la teoría de la mente (Baron-Cohen, Leslie, & Frith, 1985) entre otras propuestas del pasado reciente.
La introducción del concepto de “espectro” de Lorna Wing dimensionalizó los criterios: ya no sería autista solo quien tuviera un perfil como el personaje de la película de Rain Man, también podría serlo alguno con el perfil del personaje de la película Forrest Gump y entre ambos extremos una multiplicidad de expresiones diversas. La visualización de perfiles personales con mayores niveles adaptativos fue uno de los primeros faros que permitió comenzar a dejar de “temerle” al diagnóstico de autismo: se podía llegar muy alto, era cuestión, supuestamente, de encontrar un tratamiento que se diseñara a medida, fuera muy intenso y comenzara muy temprano.
Por otro lado, si Forrest con toda su trayectoria tiene autismo, ¿se parecería en algo a alguna de las personas mencionadas arriba? A mí no se me ocurrió que ninguno de ellos lo tuviera y tampoco se me ocurre ahora. Pero cada vez más conductas parecían ubicarse bajo el paraguas del autismo y los diagnósticos clínicos fueron reproduciéndose llamativamente.
Cada vez más personas con un desarrollo diferente en lo social entran al autismo por la ventana de los Trastornos Generalizados del Desarrollo sin especificar (DSM IV) (APA, 2000): las diversidades expresivas se multiplican cada vez más. Terapeutas y no-terapeutas encontramos “supuestos micro-autismos” en la población general dada la gran pregnancia del término en el campo social general, con marcada nitidez en el periodismo, el cine y la política. El tema es: pensamos autismo; vemos autismo.
Y paralelamente, los que trabajamos en clínica empezamos a cuestionar la legitimidad de un concepto tan difundido y tal vez excesivamente generalizado. Es el momento de intensificar la exploración del concepto y de su validez clínica.
Por otro lado es un hecho que el mayor conocimiento del problema lo coloca en lugares jerárquicos de la agenda de intereses de intereses de todo tipo. La oferta de tratamientos se multiplica. Y lo interesante es que muchos de ellos comienzan a exhibir cada vez mayor especificidad con los diagnósticos de trabajo que hacemos los clínicos. Y afortunadamente, estos pueden ser comunes a distintos trastornos del desarrollo, no solamente TEA, que pasa a ser un diagnóstico paraguas que asegure que el niño con ese diagnóstico va a tener una cobertura y un abordaje acorde a sus necesidades. Y esto tal vez también incida en el aumento de los diagnósticos. En estudios epidemiológicos (USA) y de seguimiento (Lundstrom et al., 2015) se menciona este factor en el aumento de las cifras de diagnósticos, al menos administrativos.