Fue emotivo, cómo en tan pocos minutos, la sonrisa explosiva de una niña, de Sofía, pudo cambiar la tarde en una juguetería, a los clientes, que terminaron sonriendo, despertando del letargo, y que tal vez, por un rato, hasta tomando consciencia de que la vida es simple y que prestar atención a lo esencial, es un juego que se debería tomar más en serio, para vivir y dejar de existir solamente.
Se acercaba el día del niño. Era invierno, muchas opciones no quedaban en la capital para dar un paseo, así que, después de ir al cine, optamos por dar una vuelta por el shopping. Entramos a una juguetería. Se supone que una juguetería es un mundo de alegría y casi de juego, pero para mi asombro, fui aturdida por un silencio helado, por una mirada penetrante de bibliotecaria, como si hubiésemos obviado leer algún cartel. ¿Qué estaríamos haciendo de desubicado para recibir ese gesto de alerta? No fue difícil deducirlo, bastaba observar un poco alrededor: niños inexpresivos frente a las cajas de muñecos carísimos de superhéroes, tan sofisticados, que más que para la repisa y las colecciones, no creo que sirvieran. Padres arrastrándose a la espera de poner la tarjeta y terminar el trámite de acumular más juguetes en la casa. No se escuchaba más que uno u otro intercambio de palabras, algo así como avisos, indicaciones, pero nada más…todo parecía coherente. Imagínense, entré con Sofía, si la conocieran, enseguida entenderían, así como entendí yo, la reacción de la vendedora que estaba detrás del mostrador. Sofía es de esas niñas que lleva a flor de piel sus emociones. Es una niña de verdad, de carne y hueso, lo que pasa es que ahora no quedan muchas: niñas que ríen a carcajadas, que explotan de emoción si ven a su muñeca favorita en la góndola, que rebosan de sorpresa si ven algún juego que nunca vieron. O si reconocen algún personaje que ven en sus dibujitos animados o series. Claro, un gran contraste entre los niños que ese día, y tantos otros, uno ve en una juguetería. Sofía no se guardaba nada, todo lo expresaba, todo la maravillaba. Al principio, como es costumbre, la incomodidad, de los clientes, de la empleada, y hasta un poquito mía, al ver cuánto de lindo esos niños se estaban perdiendo, digo, por esto de aún sorprenderse por todo y por nada, por esa misma magia de disfrutar sin la imperante necesidad de comprar o poseer.
Pasó un buen rato, hasta que de pronto, la juguetería pareció transformarse en un teatro, y las miradas, como luces de reflector, no hicieron más que focalizar en esa niña tan despampanante en su gesto y andar. Imposible ignorar semejante personaje, imposible escapar de ese personaje. Yo me centré en el rostro y la mirada de la vendedora, ésa que me hizo helar de entrada. Cómo fue aceptando la situación, y poco a poco despertando una ternura, de ésa que la gente trata de esconder con armadura; con los codos apoyados en el mostrador y sus manos sosteniendo su cabeza, como quién sueña despierta, pues, yo creo que Sofía le trajo en presente un poco de sus años, cuando ser niño era un tiempo para crear y recrear, aunque hubiera una sola muñeca y unos trapitos para vestirla. ¿No era más simple aquello?
Fue emotivo, cómo en tan pocos minutos, la sonrisa explosiva de una niña, de Sofía, pudo cambiar la tarde en una juguetería, a los clientes, que terminaron sonriendo, despertando del letargo, y que tal vez, por un rato, hasta tomando consciencia de que la vida es simple y que prestar atención a lo esencial, es un juego que se debería tomar más en serio, para vivir y dejar de existir solamente.
Elizabeth Barnabá
Musicoterapeuta que lleva a cabo nuestros talleres de música en Brincar
Foto: evilpeacock Flickr via Compfight cc